El dolor sordo en la espalda baja era tan intenso que me resultaba complicado respirar.
Estaba incómoda. Tomé su mano y ella me sostuvo con fuerza buscando una posición más cómoda.
Aunque había leído varios libros sobre las posiciones correctas del cuerpo para dar a luz, no sentí deseos de experimentar. La intuición me decía que la naturaleza y el cuerpo bailaban al unísono en ciertos temas, y esto era uno de ellos.
Olvidé los libros siguiendo mi instinto.
Dicen que las semanas previas al nacimiento, inconscientemente las mujeres comienzan a organizar la rutina en torno al nuevo integrante y procuran dejar todo listo para la llegada.
Estaba haciendo justamente eso, cuando decidí pasar por lo de mamá a levantar un rato las piernas, y fue luego de rechazar un mate porque estaba con mucha acidez, cuando un líquido viscoso e incontrolable brotó de mis entrañas.
Entendí que no iba a poder dar un paso más. Por eso ella me ayudó a conciliar los arrebatos de dolor buscando acomodo.
Del abanico de posibles personas que se me hubiesen ocurrido que podrían haberme asistido en este momento, ella nunca había estado en mi lista; sin embargo, allí estaba, una vez más, protegiéndome como leona a su manada.
-Ya veo su cabeza-, gritó embriagada de emoción.
Me incorporé a duras penas hasta lograr poner la mano sobre mi vagina dilatada, mojada, caliente.
Me hizo notar la presencia de pelo. Estiré con pegajoso cuidado la cabellera que sobresalía por entre mis piernas.
Busqué sus ojos húmedos de lágrimas mal escondidas, mientras confirmaba en voz alta que esa había sido la verdadera causa del reflujo que me tuvo a mal traer durante todos estos meses. Aquella absurda creencia popular me hizo sonreír.
Pero la firmeza de su mano me trajo de vuelta.
Inhalaba y exhalaba con exagerada sonoridad para que la siguiera. Su compás era lento. Yo estaba demasiado agitada. De todas maneras, intenté seguirla.
En ese lenguaje sin palabras en el que con una mirada se dice todo, supimos que no podríamos esperar la ambulancia, ni a la partera, ni a nadie más.
Aquella pequeña nacería en el cuarto de su abuela, en la cama que olía a “Heno de pravia”.
Me entregué a la confianza que me daba su presencia, y siguiendo el eco que producían sus palabras de aliento en medio del doloroso trance, sostuve las rodillas para pujar con todas las fuerzas que encontró mi cuerpo.
Me fundí en la idea de la memoria corporal y la comunión perfecta de la vida misma, me habían preparado para que este momento fuera especial. Y lo fue.
Lo fue mientras mis caderas se ensanchaban y mi vagina dilata expulsaba aquella criatura.
Fue un alumbramiento sin complicaciones.
La miré buscando una palabra y sus ojos me devolvieron una mezcla de ternura, de amor exponencial que superaba lo aprendido, lo compartido, incluso lo deseado. En su rostro reflejaba la admiración que sentía al ver cómo estábamos siendo capaces de traer juntas una pequeña al mundo.
Por mis mejillas sudorosas corrían lágrimas de dolor y amor. Un llanto silencioso de confianza y agradecimiento. La veía desenvolverse como si traer niños al mundo fuera parte de su rutina habitual y no el imprevisto más maravilloso que jamás hubiéramos imaginado.
Pero esa familiaridad en su actuar tenía que ver con la naturaleza guerrera de nuestro género femenino. Con esa magia inconsciente que brota desde lo hondo de nuestro ser cuando lo necesitamos.
Mi madre asistía el parto de mi hija.
Cuando la criatura comenzó a dar alaridos, abuela y nieta se desplomaron sobre mi cuerpo desnudo y nos fundimos en un abrazo.
Aleación que perpetuó un suspiro eternamente.
Pero la idea de la eternidad se estrelló contra el grito hondo y el sabor amargo de la realidad.
El desconsuelo borró de un soplido la maravilla de la vida que acaba de experimentar para despertarme sobre las sábanas húmedas de una cama vacía.
Las cortinas de mi ventana dejaban entrar unos rayos tímidos de sol de otoño.
José ya debía de haberse marchado porque el reloj mostraba que ya pasaban de las 8:00.
Agudicé mis oídos. No había ruidos en la cocina.
Me levanté con pesar y tomé el robe de chambre que había sido de ella y ahora colgaba en mi perchero. A pesar de que nunca lo había lavado, hace rato que había perdido su encanto, pues ya no guardaba su aroma.
Maldije el tiempo y la distancia que me separaban del último encuentro y despotriqué contra mi memoria de papel.
Aunque te escriba mil canciones, aunque pusiera tu nombre en mil y un cuentos fabulosos y que mis hijos escuchen con atención mientras imaginan tu figura de heroína de piel de canela y ojos color del cielo paradisíaco, ese recuerdo es solo una sombra idealizada de lo que fuiste. Nada me garantizaba tu eternidad.
Nublada por mi sueño y casi involuntariamente, puse la pava a calentar, Lola se acercó sigilosa y ronroneó entre sus piernas desnudas.
Me olvidé del mate y se hirvió el agua.
Me metí en la ducha y dejé que la angustia fluyera incontrolable para mezclarse con el agua también tibia.
Cuando fui capaz de sentarme en la mesa y cebarme un mate calentito, Lola se acomodó en mi regazo.
Acaricié su calurosa compañía y recordé que hace unos días le había dicho a tía Marisa que no la sentía a mi lado. No es que alguna vez la hubiese sentido como una presencia misteriosa, pero estoy mirando una serie de judíos ortodoxos en la que él es pintor y está estudiando el Talmud y dice que nuestros muertos conviven con nosotros. ¿Será?.
Mientras arropo el deseo de su descanso eterno, confiada en eso de que los muertos solo mueren cuando nos olvidamos de ellos, una inexplicable paz me invade, ya que al menos por ahora, ella es eterna.
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