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38 años sola… ¿Y qué?

Me costó llegar. Manejé más despacio aún de lo que suelo hacerlo. Incluso no estoy segura del recorrido que hice, aunque sabía de memoria todas las alternativas posibles.

Mi cabeza solamente era capaz de pensar en el sobre que traía en mi cartera.

Tuve que dar varias vueltas a la manzana antes de encontrar donde estacionar.

Sentada con las manos en el volante, bajé la cabeza e hice un par de respiraciones profundas, un poco para juntar fuerzas, otro poco para ver si me tranquilizaba. Ni siquiera podía asegurar por qué estaba tan nerviosa.


Tal vez porque no estaba segura si iba directo al matadero o a la liberación. Fuese lo que fuese, tenía que confiar en mí.

Lo repetía en la cabeza como un nuevo ejercicio de control mental: “debo confiar en lo que siento, debo confiar en lo que siento”, tal vez así lograra retenerlo en el inconsciente.

Hacía rato que había devuelto las llaves de mi antigua casa, por lo que tuve que tocar el timbre. Alguien del otro lado corría por el pasillo dando zancadas irregulares y el sonido me sacó una sonrisa. El “pequeño” no tan pequeño ya de la familia me recibía con un amigable y cálido abrazo.

“Te quiero”, le dije en vez del típico hola, y aquel abrazo se transformó en un enjambre de cosquillas en la panza. Qué bien se sentía aquel abrazo.

Caminamos por el pasillo del PH. de mis viejos, que alguna vez fue mi hogar, de la mano, comentando el día en forma rápida.


“¿Trajiste a tu novia?”, le pregunté.

“Sí”, respondió contento… “Y vos, ¿para cuándo?” me preguntó sarcásticamente.

Parecía haber intuido la noche que se me avecinaba.

El clima era el de siempre, todos hablando a la vez, chistes, bromas, medio caótico, pero mi casa siempre había sido de esa forma. En definitiva, me relajaba que cada uno estuviese jugando su rol. Finalmente, mi madre dio la orden de ocupar sus lugares en la mesa.

Algunos años antes habíamos sido 6 en aquel comedor de casa chorizo. Una familia normal de clase media. Los problemas habían sido otros también: las materias que nos llevábamos a marzo, los horarios de las salidas, las “malas juntas”, cotidianeidades propias de padres que se ocupaban mucho de sus hijos.

Hoy era diferente. A la mesa se le habían sumado 3 lugares, los respectivos maridos de mis hermanas menores y la novia de mi hermano pequeño. Y yo, siendo la mayor, tenía aún con 38 años, mi silla de compañía vacía.


Cada semana nos juntábamos a comer. Cada semana recibía ironías y comentarios que rozaban la mal intencionalidad, hirientes. Sí, era eso, dolían… mi estado civil con relación a mi familia, me dolía.

Aquella noche de comida familiar era igual las otras tantas. Todo venía bien. La comida de mi mamá riquísima como siempre. La charla hasta el momento era alegre y distendida. El tema laboral ocupaba gran parte de la atención de todos. La política venía en segundo lugar. Era sabido que en la mesa había varios puntos de vista con relación al gobierno, así que nunca se entraba demasiado en detalles. El vino mezclado con soda a veces hacía subir el tono con que se trataban algunos temas, y para eso estaba mi madre, mesurada para poner punto final a alguna conversación que considerase inapropiada para la mesa familiar.

Mi problema esa noche fue el mismo que el de todas las últimas noches de los últimos años: ¿por qué yo no conseguía novio?.

“Tal vez te gustan las mujeres, si es así yo puedo aceptar tu condición”, dijo mi madre cierta noche que para mí había marcado el punto final. Al otro día de escuchar aquel comentario comencé a llamar desesperadamente a gente conocida en busca de un buen psicólogo que me ayudara a juntar fuerzas para enfrentar a mi familia.

Yo no tenía ninguna “condición”, a pesar de eso el término me dolía porque dolía saber que era hija de padres tan ignorantes que creían que amar a alguien del mismo sexo era parte de una condición.

Pero a mí me gustaban los hombres, lo lamentaba, tal vez hubiese sido mucho más fácil amar a una mujer, pero no era mi caso.

No estaba enamorada ni lo había estado hace tiempo, desde que mi compañero de trabajo me rompiera el corazón un par de años atrás. Tal vez no lograba confiar, o tal vez fuera miedo a abrirme nuevamente a alguien capaz de causarme tanto daño.

Mi familia no entendía mi pesar y frente a eso prefería burlarse y seguir con los comentarios sugerentes sobre mi sexualidad. En vano había tratado en varias oportunidades que entendieran lo que me pasaba. Pero nada. Por eso esa noche tenía todo preparado. Hace meses con mi psicólogo habíamos decidido que era importante enfrentar a mi familia y pedirles que no se metieran más conmigo y mis decisiones. Explicarles que ya no era una niña. Que tenía 38 años y que estaba sola por elección; que no necesitaba a ningún hombre; que me mantenía económicamente sola; que me iba de vacaciones; que viajaba; que tenía todo lo que necesitaba y que no estaba buscando cambiar mi vida, hasta que la vida misma no me presentara una alternativa.

Cuando comenzaron a tocar el tema de los nietos fue cuando la carta guardada en mi cartera comenzó a latir. Podía sentir el TUM-TUM en toda la cocina. Por momentos lo sentía tan fuerte que hasta bloqueaba de mis oídos la conversación. En varias oportunidades sentí que iba a desmayar, se me nublaba la vista, pero de algún lado recuperaba las fuerzas y me recordaba que estaba preparada: “debo confiar en lo que siento, debo confiar en lo que siento” repetía y repetía sin parar.

Hasta que el momento llegó.

Mi padre me miró y me preguntó: “¿Te has decidido finalmente a contarnos que eres rarita?”


Busqué en mi repertorio de caras amorosas la mejor que pude devolverle y como sin hacerle caso a las cosas que continuó diciendo entre risas y comentarios aleatorios, tomé mi cartera y saqué el sobre.

“Sí papá contesté”. Te he traído una carta que me gustaría leerte, ¿puedo?.

Un silencio sepulcral invadió la sala. Todos me miraron muertos de miedo, pensando que finalmente había llegado el día de mi confesión.

Yo desdoblé las hojas y comencé:

“Querida familia,

Hace tiempo que necesito hacer esto y a modo de descarga he decidido contarles mi verdad.

Para enfrentar sus constantes burlas he necesitado muchas horas de terapia, ¿tienen idea la cantidad de dinero que invierte uno en terapia cuando el maltrato y la falta de respeto llegan desde su propia familia? ¿Qué puedo y debo esperar del resto del mundo si con ustedes siento semejante humillación?

Bueno, confieso: ME TIENEN PODRIDA (dije incluso con voz bien fuerte)

No puedo permitirles que sigan burlándose de mí.

No, no estoy soltera porque quiera. No estoy soltera porque me gustan las mujeres. No estoy soltera porque sea “rara”. Estoy soltera porque se me canta las pelotas estarlo. Porque me gusta; porque es lo que hay y o porque no he encontrado el hombre suficientemente hombre para compartir mi vida de mujer suficientemente mujer e independiente.

Lamento que en sus cabezas cuadradas una mujer de mi edad tenga que estar en pareja porque sino es una fracasada. Pues lamento comunicarles que no soy ninguna fracasada. Simplemente, me tienen podrida y estoy soltera.


Si no les gusta la situación y la forma en como vivo mi vida, pues entonces he decidido quedarme afuera de sus comidas familiares hasta que encuentre una persona que pueda ocupar el lugar en la mesa que ustedes consciente o inconscientemente dejan vacío en cada encuentro.

Gracias y dejen de joderme la vida y háganse cargo de las de ustedes”.

Nadie dijo nada. Pero fue mi padre, fue el primero en reaccionar. Puso las manos sobre la mesa, se paró y sin abrir la boca, señaló la puerta de entrada: “Andate. Vos no vas a venir a faltarme el respeto en mi casa”.

Mi madre y mis hermanas comenzaron a llorar.

Con la cabeza en alto por primera vez en mi vida le dije: “y ustedes no van a seguir faltándome el respeto a mí”.

Mientras juntaba mis cosas para irme, mi madre lloraba más fuerte, mis hermanas le hacían comentarios a mi padre suplicantes, pero fue mi hermano pequeño el que dio la nota y comenzó a aplaudir.

Plac, plac, plac, me di vuelta para mirarlo y me dijo: “estoy completamente orgulloso de vos. Me acabas de dar una lección”.

Yo le sonreía y mi padre comenzó a gritar:“¡Se van. Se van todos!”, y la voz se quebró por el llanto.


Antes de sumergirme en el pasillo de aquel PH. que tantos recuerdos guardaba de mi infancia, miré a mi papá que continuaba con la cabeza gacha y los ojos en el mantel y le dije: “Por supuesto que los perdono a todos, pero antes tenía que perdonarme a mí misma por permitirle a mi familia causarme tanto dolor. Ahora ya están todos perdonados. Nos vemos el jueves que viene. Y tal vez algún día les traiga algún que otro novio para que conozcan”.


Salí de la casa de mis padres liberada. Tener 38 años y ser soltera solamente me hace libre de elegir la vida que quiero solamente para mí sola. No es egoísmo, tal vez no he tenido suerte aún, pero en ningún lugar está escrito a qué edad hay que hacer cada cosa. Por eso si me ves por la vida con algunos años soltera, no hagas preguntas de mierda y déjame que yo vivo mi vida tranquila y sola.

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