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Carta al olvido de Daniel - Donde me lleven tus alas

Y de un momento a otro, casi sin querer y sin darnos cuenta, llegamos al mundo...

Llorando.

En un largo y poderoso llanto desgarrador.

En un grito ahogado, tal vez de desgano, tal vez intenta ser la premonición del largo camino que nos espera.

En varias oportunidades escuché una teoría que desde algún lugar anterior a esta vida, elegimos a nuestros padres y decidimos, al mismo tiempo, qué tipo de vida vamos a llevar en nuestro paso por la tierra.

Se supone que decidir por una vida cruel y difícil es para que la carrera en nuestro proceso evolutivo sea más corta. Para ahorrarse años de torturas terrenales y alcanzar la plenitud de un alma sabia y llena de luz lo antes posible. Si esto fuera así, entonces la meta debe realmente valer la pena.

Para otros: “los últimos serán los primeros en el Reino de los

Cielos” y encuentran consuelo a sus males en la oración y en la fe. Admiro a la gente que logra mover montañas con su fe.

También existen otros más escépticos que creen que esta vida tiene un principio y un fin. En el que nuestro último día en la tierra es el último día de todo; no hay nada más allá y nos convertimos en alimento para gusanos por el resto de la eternidad.

O tal vez no tanto… Más certero sería decir: por el tiempo que los gusanos tengan algo para comer...

Seguramente debe haber otra tanta cantidad de teorías como religiones hay en este planeta, pero mientras pienso, intento adivinar la única que me interesa en este momento: ¿qué creería Daniel?

Cuesta creer que uno elegiría vivir en la pobreza. En una ciudad donde las temperaturas son extremas y la humedad, que cala los huesos, las potencia. Un país donde ser celíaco es un lujo solo permitido para aquellos que tomar un mate cocido con una galleta de campaña, es parte de un juego de campamento entre amigos y no un alimento para poder irse a la cama con algo en el estómago.

Nacer en un lugar donde estar enfermo no entra dentro de las posibilidades...

Y por si la lista de cosas prohibidas no fuera ya lo suficientemente extensa, ser además discapacitado motriz, con la facultad de tener plena conciencia de tus actos; ser lo suficientemente inteligente para saber que tu cuerpo poco a poco va dejando de funcionar. No hablemos de poder darnos el lujo de correr.

Hablemos de cuando caminar comienza a dificultarse al punto de no poder seguir haciéndolo por tus propios medios, llegan las muletas y al tiempo la silla de ruedas...

De un momento a otro, los brazos ya no tienen la fuerza que necesitan para empujarla, ahora alguien más tiene que entender que pasarse horas mirando el mismo punto, en la misma pared que venimos viendo los últimos meses ya no es tan divertido.

Y ya está.

Ya no hay nada más que hacer... solo esperar.

El cuerpo se deforma, el alma se resiente y el corazón se entristece.

Se abandona, se deja ir al más allá, al cielo, o a pudrirse en un agujero, si total... nada va a ser peor que lo vivido en esta tierra.


No tuve el honor de conocer a Daniel. Y digo “honor” porque sin conocerlo hizo en mí cosas impensadas. Voces amigas me contaron que se puso muy contento cuando se enteró de que había “gente” que quería ayudarlo.

¿Cuántas personas lejos de su familia y amigos habrán querido ayudarlo?

¿Habrá tenido amigos que lo visiten de vez en cuando?

¿Qué lo haría feliz?

Si continuo con las adivinanzas diría que seguramente no estar solo sería uno de los puntos que leería en la lista de cosas lindas de la vida... (Porque ese seguro que lo ponemos todos).

Y justamente de las mismas voces que conocieron a Daniel, escuché que tenía ese problema... él se sentía mal porque estaba muy solo.


¿Cuánto nos cuesta dejar de sacarnos la pelusa del ombligo y mirar al costado para que ver que pasa al lado?


La realidad, (y el reporte del hospital) dice que Daniel murió de neumonía.

Ahora miro para atrás y me pregunto si además de soledad, no tendría frío.

Los amigos se necesitan tanto como el abrigo. Incluso a veces los amigos son abrigo.

Personalmente, creo que Daniel murió de olvido.

Muchas veces estamos tan cómodos en nuestra casa, con calefacción, tapados hasta las narices con una mantita, mirando por la ventana el frío polar que hace afuera, pensando en comprar frazadas nuevas porque las que tenemos no nos combinan con el acolchado; y cuando compramos todo nuevo, guardamos en bolsas con naftalinas las viejas, por las dudas tal vez algún remoto día vuelva a querer usarlas...

Daniel se murió de olvido, porque nuestro ombligo tiene tanta pelusa que nos molesta levantar la vista y ver que hay gente al lado nuestro que tiene problemas, problemas en serio.

Da fiaca, es verdad, da fiaca...

La gente que tiene problemas da mucha fiaca. Es mucho más divertido juntarse con gente copada, a la que la irrealidad le hace vivir una vida en la que todo está perfecto y nunca pasa nada...

Nada malo, obvio.


Daniel murió porque no tuvo las fuerzas que dan las ganas.

Sucumbió en el olvido de sueños que se gastaron. De una vida dura de soñar cosas sencillas como dar un par de pasos y sentarse en la vereda a ver pasar los autos.

Pero la imposibilidad marchita las ganas.

Las ganas lentamente se apagan...

Y cuando no hay ganas, no queda esperanzas y sin esperanzas, se acaba la vida y se apaga el alma.

Daniel murió de olvido, porque se olvidó que tenía ganas.

No conocí a Daniel, ni a su madre, si a su hermana. Las voces que he escuchado me contaron que lo amaban, pero ser para ser madre de un chico discapacitado, celiaco y encima pobre, en Argentina, hacen falta mucho más que amor y ganas.


No conocí a Daniel y, sin embargo, lo lloré como hace años no lloraba. Tal vez fue la angustia de llegar tarde y no haber tenido la posibilidad de ver en su rostro la sonrisa que yo me imaginaba. Muchos colaboraron porque querían darle, aunque sea por un ratito un par de ALAS. Libertad para moverse solo, para no depender de nadie. Que sintiera que atrás de esa silla había cientos de personas que, sin conocerlo, querían ayudarlo. Que todos aquellos “amigos” con los que él soñaba, se habían reunido para hacerle un poquito la vida más fácil. Darle alas.


Y así cómo llegó, se fue Daniel... En el grito ahogado de una madre que perdió a su hijo y encontró consuelo en saber que Daniel, terminaba su calvario en la tierra.

Lloró Daniel cuando llegó, lloramos muchos cuando se marchó.

Ojalá hoy esté donde los sueños lo llevaban a diario, tal vez a un mundo ideal, sin miserias, sin pobrezas, donde caminar y correr fueran parte de sus piernas, donde la gente es menos exigente y no juzga al verte.


Hasta siempre Daniel.






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