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-11411- Ella me visitó


Pasé por la casa de Clara. Salió y dijo: “Vamos, mamá, hay una feria americana grandiosa”.

Viajamos durante un rato por un camino que no conocía y, cuando llegamos, efectivamente se veía imponente.


Era una innumerable cantidad de carpas y toldos coloridos, llenos de tesoros, esperando recuperar el valor de años ya olvidados.

Me dispuse a pasear atenta y tranquila, tratando de evitar sobresaltos que perturbaran mi engorrosa respiración. Cubría mi rostro con el irritante barbijo que debía de llevar hasta por sobre mi nariz, pero que en un lugar con tanta gente era imposible obviar. Por sobre mis hombros llevaba un morral que había comprado en el último viaje a Jujuy, en el que cabe casi a la perfección la máquina de oxígeno que cada dos por tres me saca de apuros.

Andaba distraída cuando sin querer, entré en un lugar chiquito y vi unos sombreros y unos collares y los colores y percibí el tintineo de los collares al moverse. Mientras que el humo de un sahumerio penetró en el hueco vacío de mi pecho. Todo, todo me recordó a mi hermana.

Y la angustia brotó desde mis adentros y no lo pude contener. Allí, rodeada de personas que no conocía y frente a la mirada incómoda de Clara, me dio un ataque.

Un incontrolable ataque de ira. Y desde lo hondo de mi alma empecé a gritar:

-“¡La quiero ver a Verónica, quiero verla ya mismo a Verónica! ¿Dónde está Verónica? ¡Quiero verla ahora!”.


Sonaba ahogado mi clamor mientras cubría mi rostro en medio del llanto incontrolable.

La gente comenzó a alejarse pensando que estaba loca. Clara, que estaba a unos pocos metros de distancia, vino hacia mí, me abrazó fuerte, pero le pedí que me dejara sola y ella, conociendo que en soledad me iba a calmar, también se alejó.

Y me dejó. Y me calmé. Y envuelta en una nube de recuerdos y melancolía, me acomodé el pelo, despejé la humedad de mis ojos y con pausada solidez volví a caminar.

Paré a mirar vestidos, carteras, me zambullí en colores gastados y perfumes de antaño. Encontré un lugar para niñas y vi un vestidito bordado en “punto smock” y pensé en comprar uno celeste para que Sara llevara al casamiento el sábado. Combinaría perfecto con sus ojos, pero pensar que Verónica no la vería me llenó de angustia y me alejé.

Había un sector de libros muy antiguos y encontré uno titulado “Consejos para la muger”. Mujer estaba con g y vi unas cuantas palabras que eran de un castellano muy antiguo. Me pareció muy interesante para leerlo, pero yo ya no sostengo un libro por mucho tiempo, me fatigo.


¿A quién le puede interesar?, pensaba y mientras en mi cabeza desfilaban los rostros de nietas, sobrinas, amigas e hijas. Creo que la única que puede disfrutarlo sos vos. Así que acá lo tengo guardado para que, cuando vengas, lo busques. Es tuyo, si me muero antes de que vengas reclamárselo a las chicas. Igual lo voy a dejar dedicado, que eso de escribir esquelas cortitas todavía me queda bien y me gusta, así dentro de unos años, cuando por alguna razón te topes con él, recuerdes que lo compré pensando en vos.

Hallé nuevamente a Clara buscando zapatillas para los chicos.

“Hay unas túnicas de tu estilo, enormes para disimular tu gordura” me dijo al pasar. Y mientras las miraba, tomé una de color verde como la piedra del anillo que usaba mamá, cuando de repente, en medio de aquellos rostros sin nombre ni importancia, apareció Verónica.

Su sonrisa lo iluminaba todo. “Estás acá. Sabía que te iba a encantar este lugar”, dijo mientras me daba un beso suave como si nos hubiésemos visto a la mañana, incluso me abrazó un poquito.

Yo balbuceaba tratando de decirle algo, pero no encontré palabras. Ella tomó un pañuelo y me lo puso en el cuello sonriendo: “Este color te queda lindo” dijo sin dejar de revolver la montaña de colores y texturas. Nos probamos echarpes riendo y conversando como que si vernos fuera algo habitual. Ella actuaba con normalidad. Su tez delicada, sus manos perfectas, su pelo fino y despeinado. Seguía hermosa. Yo imitaba su naturalidad subida en el compás de sus pasos, intentando no estropear el momento de felicidad que estaba viviendo.

Compré un par de cosas más, no mucho. Fui bastante selectiva. Pero escuchaba atenta sus recomendaciones. Siempre supo cómo combinar texturas y colores. Era por naturaleza una experta en “fashion”.


Caminábamos tomadas del brazo, hablando de las cosas que había ahí, nada más. No se interesó por saber de nadie ni preguntó por mi salud. Tampoco le conté que el Covid había hecho estragos en mis pulmones gastados. Sin embargo, nos preguntábamos quién habría organizado esta especie de gran bazar. Había mucha gente, no solo de nuestro pueblo, sino que me atrevería a decir que de toda la región. Mirábamos y cuchicheábamos, había hasta cuadros muy lindos de pintores modernos que admiramos durante un buen rato. Todo llamaba nuestra atención, nada dejamos de admirar.


Habremos dado vueltas durante dos horas cuando me empecé a preocupar porque me di cuenta que no tenía mi bolso. Me preocupaba separarme de mi oxígeno, pero miré a mi hermana y me devolvió la tranquilidad.


También hablamos del casamiento, aunque ninguna de las dos íbamos a ir. Yo, porque no estoy en condiciones ni de viajar, ni de estar mucho tiempo parada, menos con música fuerte, y ella bueno… dijo que no quería ver familiares pues tenía miedo que comenzaran a hacerle preguntas.


Agradecí haber, en más de una oportunidad, sucumbido a la tentación de hacerlas.

En el sector de ropa de hombres, nos encontramos con Alberto. Yo pensé: “Pero, ¿qué cuernos hace Alberto en este lugar?”.


Verónica se puso en voz alta a comparar la disposición de la ropa a las tiendas tipo Mayc´s de Estados Unidos. Mientras hablaba nos miraba a los dos. No estoy segura si Alberto la escuchaba porque no le devolvía la mirada. Más bien era como si la ignorara. De repente, mientras ella seguía con sus cuentos en grandes tiendas neoyorquinas, él me mostró un traje gris muy lindo comentando que siempre es bueno tener un traje nuevo.

No, él no la escuchaba.


Le hice saber que consideraba un gasto sin sentido, siendo que tiene el ropero lleno de trajes juntando polvo, pero él tampoco me escuchaba a mí.

Sin embargo, yo, nunca dejé de prestarle atención a cada movimiento y cada palabra que salía de la boca de Verónica.

Perdimos a Alberto y me di cuenta de que tal vez él podría haberme ayudado a encontrar mi morral. Lo divertido es que no me acuerdo haber pagado nada de las cosas que compré, ni siquiera el libro que guardé para vos.

Estaba empezando a sentirme cansada, cuando apareció un chiquito flacucho de unos 15 años que no sé quién era y dijo: “Vamos Verónica”.


Ella asintió. Me miró profundo y por primera vez noté frío en su mirada. En medio del abrazo me dijo bajito al oído: “Chau, querida, nos vemos”, sugiriendo que pronto nos íbamos a volver a ver.


Me quedé ahí, perdida, sin saber adonde ir, hasta que Alberto llegó a mi rescate.

Sentí nuevamente ganas de gritar y llorar como una niña pequeña que se ha separado de sus padres en medio de una muchedumbre, pero reprimí el deseo egoísta y abracé a aquel hombre alto que me llenaba de preguntas que no estaba siendo capaz de escuchar ni mucho menos de replicar.


Le conté que había paseado con vos. Y me dijo que era sabido: “Vos siempre te salís con la tuya. Gritaste, te enloqueciste y ella vino a verte. ¿Estás bien?”. Le dije que estaba perfecta, que había recorrido todo sin tener que pedir una silla y que ni me había acordado de mi oxígeno tampoco. Me tranquilizó el hecho que no comenzara a decirme que estaba loca, porque era lo que esperaba que hiciera. Sentí alivio en medio de mi embelesamiento al comprender la mágica situación de la que había sido protagonista.

Distinguimos a Clara entre la muchedumbre y nos volvimos a casa. Alberto volvió en el auto con nosotras. Al final no sé qué compré...

Estoy mirando una serie de judíos ortodoxos en la que él es pintor y está estudiando el Talmud y dicen que nuestros muertos conviven con nosotros.


“Sof Adam lamávet”: el fin del hombre es la muerte. ¿Lo es? No lo sé. Debería ponerme a buscar una salida a esta interrogante ahora que todavía estoy a tiempo.

Hace un ratito ya vino mi secretaria a traerme el desayuno y se debe estar enfriando. Le pedí que use la bandeja de plata que era de tía Magdalena, eso de guardar las cosas para ocasiones especiales, me está dejando sin tiempo ni eventos apropiados.

Después voy a levantarme, aunque me canso y las chicas me dicen que vuelva a la cama porque termino protestando por todo, pero quería contarte esto: sueño o realidad, pero ella me visitó.



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